Graciela Chalela Álvarez comenzó a hablar y pensar en la biotecnología antes de que se convirtiera en una palabra de moda. Su vida ha estado consagrada al estudio de los microorganismos que pueden ayudar a resolver la crisis ambiental y de paso hacernos más fácil la vida a los humanos.

Por Pablo Correa

Exeditor ambiente, salud y ciencia del periódico El Espectador (2010-2021). Knight Science Journalism Fellow at MIT (2012-2013).

@pcorrea78

Hay una anécdota que revela un rasgo inconfundible de Graciela Chalela Álvarez: su recursividad. Al cumplir 30 años se ganó una beca para completar un doctorado en Alemania, en la Universidad de Giessen. Pero su dominio del idioma alemán no era muy bueno a pesar de la quemada de pestañas de varios meses memorizando las largas palabras alemanas, conjugando sus verbos y descifrando sus declinaciones.

Cuando llegó la hora del primer examen de biología se vio atrapada en una encrucijada. Entendía con claridad lo que estaba preguntando el profesor, sabía las respuestas, pero era incapaz de expresar con coherencia las ideas que tenía en la cabeza. “No me alcanzaba el idioma”, recuerda hoy refugiada en su casa en medio de la pandemia del SARS-CoV-2 una de las científicas santandereanas más reconocidas del país.

“No me voy a dejar. Tengo que hacer algo”, pensó mientras veía a sus compañeros de salón escribir a toda prisa sobre las hojas en blanco. Entonces se le ocurrió una idea poco ortodoxa para un ambiente académico de primer nivel: “voy a hacerle dibujos al profesor”.

A lo largo de la hora siguiente fue garabateando imágenes sobre biología de organismos invertebrados a las que añadía las pocas palabras alemanas de las que estaba segura. Días después, el profesor  pronunció su apellido y le pidió pasar al frente de los casi 100 alumnos que atendían aquella clase. Había obtenido la nota más alta del examen. 

Para alguien que dedicaría su vida a la biotecnología ese rasgo resultaría una de las mejores herramientas de trabajo. Ante cada problema con el que llegaron a las puertas de su laboratorio estudiantes desorientados o empresarios ansiosos de potenciar algún proceso industrial usando biotecnología, Graciela Chalela tenía claro que darse por vencida no era una opción a contemplar. “Nada es una barrera para ella”, dice su amiga Claudia Tatiana Suárez, directora de Extensión de la UNAB.

Graciela Chalela Álvarez / Foto: Erika Díaz

Una niña con una cámara

“Cuando uno nace con el deseo del por qué y los papás no le dicen cállese sino que le dan la explicación, se alimenta el deseo de saber más”, dice la investigadora tratando de rastrear las raíces de su propia vocación científica. Nació en Bogotá pero la familia viajó a Bucaramanga, donde estudió la primaria en el Colegio de La Santísima Trinidad. Luego su padre fue trasladado a Ocaña y allí realizó parte del bachillerato en el Colegio de La Presentación. Después regresó a Bucaramanga y se graduó del Colegio Pilar. 

Uno de los mejores regalos de la niñez fue una cámara fotográfica que para ella rápidamente se convirtió en un instrumento de ciencia para retratar ese mundo de hormigas, plantas e insectos que absorbían su curiosidad. En el colegio de Ocaña le decían “la niña del por qué”.

A la hora de escoger carrera profesional en 1963 ya sabía que su interés estaba en la biología y los microorganismos así que eligió bacteriología en la Universidad Industrial de Santander. Al graduarse y durante un tiempo trabajó en un laboratorio clínico. Pero su mente seguía inquieta en busca de respuestas científicas. Empacó maletas y se matriculó en una maestría en microbiología en la U. de los Andes en 1974. Muy pronto conoció a una mujer que marcaría su vida como científica: Elizabeth Grooth. Y, a través de ella, el amor por los hongos.

“El gusto por la micología se lo debo a Elizabeth Grooth”, dice. La doctora Grooth nació en 1916 en Virginia, Estados Unidos. Tras titularse como bióloga en la Universidad de Carolina del Sur, completar un máster en Microbiología de la Universidad de Virginia, un doctorado en Microbiología de la Universidad de Columbia y trabajar en varias instituciones públicas norteamericanas, llegó a Colombia para abrir nuevos caminos en la ciencia criolla desde la Universidad Javeriana y la U. de los Andes. 

En 1977 Chalela volvió a empacar sus maletas. Esta vez rumbo a Chile. Gracias a una beca de la OEA logró un cupo de maestría en la Universidad Austral de Chile en convenio con la Universidad de los Andes. Ahora que había descubierto su atracción especial por los hongos decidió dedicarse a estudiar las especies de hongos filamentosos y no filamentosos (levaduras).

Graciela Chalela Álvarez / Foto suministrada

De vuelta a la U. de los Andes trabajó como investigadora y docente por unos años antes de empacar maletas nuevamente, esta vez rumbo a Alemania gracias a una beca especial del gobierno de ese país para hacer un doctorado en la Universidad de Giessen, oficialmente llamada Justus-Liebig-Universität Gießen en honor al fundador de la química agrícola e inventor de los fertilizantes artificiales. Allí sus esfuerzos se concentraron en el estudio de las aflotoxinas, sustancias producidas los hongos y que representan un reto para los productores de alimentos. Su trabajo doctoral mereció la calificación de Summa Cum Laude.

Faltaba una estación más en su peregrinaje científico antes de regresar a Colombia: un postdoctorado en el famoso Instituto Tecnológico de Zurich. “Ahí estaba uno de los gurús de la biotecnología, el profesor Schlegel”, cuenta. Bajo su tutela, trabajó en la producción de ácido cítrico a partir de hongos. 

Aunque la historia de la biotecnología se podría remontar a la invención de la agricultura, en la medida en que aprendimos a manipular plantas para nuestro bienestar, la palabra “biotecnología”, sólo emergió tímidamente hacia los años veinte en Europa. A pesar de las ofertas que recibió para quedarse en Europa trabajando en farmacéuticas, Chalela decidió regresar a Santander. “Me dio como mamitis”, responde en broma.

Los siguientes veinte años los consagró a investigar y educar nuevas generaciones en la Universidad Industrial de Santander. Fue pionera en el campo de la biotecnología, dirigiendo investigaciones, trabajos de grado, maestrías y doctorados. Fue decana de la Facultad de Ciencias en tres periodos, vicerrectora académica y directora de investigaciones.

En conjunto, la mayoría de esos trabajos y los que desarrolló más adelante en la UNAB apuntan en una misma dirección: hacer que los microorganismos nos ayuden a mejorar el mundo. Con la bacteria Chlorella colombianensis intentó producir biohidrógeno. Estudió productos microbianos capaces de inhibir el desarrollo de la planta Tylandsia en los cables eléctricos y echó mano de otros para controlar la producción de sulfuro de hidrógeno en la planta PTAR Río Frío. En otra ocasión usó pseudomonas spp para limpiar aguas contaminadas con cianuro y alguna vez buscó controlar plagas en cultivos de cítricos con biocontrol. La lista de sus trabajos es enorme.

Graciela Chalela Álvarez / Foto suministrada

Trasteo a la UNAB

En 2002 recibió una llamada de una antigua alumna, Claudia Patricia Salazar Blanco. La UNAB quería impulsar un proyecto ambiental ambicioso. Y muchos en la universidad creían que ella era la indicada. El aterrizaje no fue lo que se esperaba: un pequeño puesto en una oficina y un computador. Sin embargo, su recursividad se puso en marcha y fue cuestión de tiempo para que se expandiera y creciera el proyecto hasta convertirse en UNAB Ambiental y Centro de Investigación en biotecnología, bioética y ambiente.

Con la energía de siempre, recorrió Charalá para crear un proyecto de una planta para reconversión de residuos sólidos de casas y plazas de mercado. Con la Empresa de Aseo de Bucaramanga trabajó en una planta de tratamiento que permitió generar empleos para recicladores. A empresas petroleras y de energía les ayudó a mejorar sus procesos de cuidado ambiental.

“Los microorganismos son ubicuos, es decir, crecen en cualquier parte y se pueden adaptar, el papel que nos corresponde como científicos es hacer que estos crezcan en el lugar o ambiente que uno desea”, dijo en alguna entrevista al referirse a la importancia de la biotecnología. 

Una de las investigaciones de las que está más orgullosa, y se tradujo en una patente en conjunto con Ecopetrol, se denominó “Biodegradación de lodos aceitosos”. También el desarrollo de microorganismos para limpiar derrames de petróleo, probado en Canadá y bautizados como “microorganismos barrenderos”. Otra patente, una de las primeras para la UNAB, fue la tecnología para la utilización de excretas porcinas y la producción de bioabono. MinCiencias la eligió como una de las 25 patentes con más potencial de comercialización.

«Nosotros venimos a ser felices, no perfectos».

Graciela Chalela Álvarez / Foto suministrada

Luz Ximena Martínez Contreras, médica y profesora de la Unab, no ahorra adjetivos para describirla: “supremamente organizada y disciplinada”, “recta”, “defensora de la verdad y la honestidad”, “impecable”, “inquieta”, “audaz”. “Lo que quiere lo consigue porque lo consigue”, dice. Entre los premios que ha recibido figuran la Gran Cruz de Caballero otorgado por el Senado de la República, Mujer del Milenio, la Orden Custodio García Rovira, la Orden Manuela Beltrán y el Premio CDMB a la Investigación Ambiental, entre otros. “Nosotros venimos a ser felices no perfectos”, suele decirle a sus alumnos”.

Un Cristo entre microorganismos

Una faceta que no puede dejarse de lado a la hora de entender la mente de esta científica, y aunque a primera vista parezca paradójico, es su profunda religiosidad. En su oficina más de uno se asombraba al ver que entre las fotografías de microorganismos sobresalía un gran crucifijo. 

«Soy una persona creyente. Mis principios y valores se basan en lo que aprendí en la casa. Mis padres eran religiosos y nos enseñaron principios morales”, dice antes de explicar que para ella no existe ningún conflicto entre estas dos formas de relacionarse con el mundo y la realidad. 

“La ciencia y la religión son compatibles. Mientras más uno profundiza en el conocimiento se da cuenta que hay alguien superior que sabe más y que gobierna el universo. Esa belleza que mis ojos ven, la multiplicación de los hongos, de una flor, la metamorfosis de una mariposa, corresponden a una inteligencia superior. Tengo la convicción de que existe un Dios por encima mío y la inteligencia me permite hacer discernimiento sobre todo lo que me rodea y ponerla al servicio de la humanidad. Así ha sido siempre. La ciencia y la religión no tienen porqué ser antagonistas”.

Graciela Chalela Álvarez / Foto suministrada