La construcción del embalse Topocoro, que alimenta a la Hidroeléctrica Sogamoso, fue la oportunidad perfecta para que una paleobotánica y otros expertos en geología viajaran en el tiempo para reconstruir la historia de los bosques en esta región santandereana. Para su sorpresa, las hojas, semillas, flores y frutos fosilizados apuntan a que por estos lares predominaba un bosque seco tropical.

Por Pablo Correa Torres

Exeditor ambiente, salud y ciencia del periódico El Espectador (2010-2021). Knight Science Journalism Fellow at MIT (2012-2013).

@pcorrea78

En 2013 una legión de obreros e ingenieros, volquetas y buldóceres, avanzaban sobre las laderas de las montañas que circundan el río Sogamoso, donde desde la década del setenta ya se planeaba una de las hidroeléctricas más grandes de Colombia. Comenzaba la remoción de tierra para construir el embalse de Topocoro, la enorme piscina de 4.800 millones de metros cúbicos que alimentaría la Hidroeléctrica Sogamoso.

La paleobotánica Camila Martínez se asomó por esas carreteras polvorientas y calurosas, en las que todos estaban obligados a llevar un casco de protección, en febrero de ese año junto a un grupo de más de veinte colegas expertos en geología y paleontología. La misión: aprovechar esos enormes tajos sobre las montañas para viajar en el tiempo geológico y recolectar rocas, flores, hojas y polen fósiles para entender cómo eran los ecosistemas del norte de Suramérica hace al menos 40 millones.

“Yo era la única del grupo interesada en plantas”, recuerda Martínez, investigadora y profesora de la Universidad Eafit que en ese momento estaba a punto de comenzar su doctorado en la Universidad de Cornell (Estados Unidos), “sabíamos que estos caminos cruzaban el límite entre el periodo cretácico y terciario, cuando cayó el meteorito que acabó con los dinosaurios y el 40 % de las plantas hace 66 millones de años. Íbamos con la esperanza de encontrar fósiles de alguna de estas edades que nos parecían interesantes para entender mejor la historia evolutiva de los bosques”. 

La mayor parte de esta historia antigua se ha reconstruido con muestras tomadas en Norteamérica, algunas regiones de África y Asia. Así que los vacíos de información sobre lo que ocurrió en el trópico, específicamente en el norte de Suramérica, son aún enormes.

Fruto fosilizado de una planta leguminosa (Luchowcarpa gunnii) que existió hace 40 millones de años y fue descubierto por la paleontóloga Camila Martínez/ Foto cortesía Camila Martínez

El paleontólogo colombiano Carlos Jaramillo, del Instituto de Investigaciones Tropicales Smithsonian, había convencido a los directivos de la empresa Isagen para que les abrieran las puertas y les permitieran aprovechar esa oportunidad única de excavaciones en la zona donde hoy confluyen los municipios de Girón, Betulia, Zapatoca, Los Santos, Lebrija, San Vicente de Chucurí, Barrancabermeja, Puerto Wilches y Sabana de Torres. Ya lo había hecho antes cuando se construía la ampliación del Canal de Panamá e incluso en el Cerrejón donde terminó descubriendo con sus colegas la gran serpiente Titanoboa. El proyecto también contaba con el respaldo del Servicio Geológico Colombiano.

El trabajo de campo se extendió por más de tres meses. Una de las expediciones más largas en las que ha participado Martínez. Era una carrera contra el tiempo porque casi a la par con las excavaciones avanzaban las tareas de pavimentación y relleno. Era una corta ventana de tiempo al pasado que querían aprovechar al máximo.  En una de esas largas jornadas en busca de pistas del pasado de los bosques que existieron sobre estas tierras santandereanas, Martínez terminaría encontrando una intrigante señal que sobrevivió al feroz paso del tiempo y a la inclemencia del clima y la erosión. Estampada contra una roca vio las líneas fósiles de algo que parece más el ala de un insecto para un observador incauto, pero que ante los ojos de una paleobotánica se revelaban como un fruto antiguo. Determinar qué tipo de fruto era le tomó varios meses, un periplo completo por diversas colecciones de fósiles y herbarios del mundo y horas de análisis. Finalmente logró establecer que se trataba de una leguminosa, la tercera familia de plantas con flor más grande del planeta con más de 19.500 especies. Se cree que esta familia de plantas, a la que también pertenece el fríjol, se originó en los trópicos durante el Cretácico tardío y se diversificó durante el Eoceno.

Camila la bautizó Luckowcarpa gunnii en honor a dos botánicos que dedicaron su vida al estudio de esa familia de plantas. También descubrió un fruto fósil de una vieja pariente del maracuyá.

En total, junto al resto del equipo de científicos, recolectaron más de 700 hojas fósiles y procesaron unas 80 placas de polen que equivalen a más de 5.000 diminutos granos. Aunque recolectaron el material en unos pocos meses de 2013, les tomaría más de ocho años analizarlo. También pasaron un buen tiempo reconstruyendo lo que ellos llaman “una sección estratigráfica”, una especie de cronología a partir de rocas. Es una tarea demasiado dispendiosa que les exige ir describiendo centímetro a centímetro la roca a lo largo de 1.300 metros y tomar muestras cada 50 centímetros.

Esa fruta alada, sumada al resto de evidencia, revelaría que en vez de un bosque húmedo tropical en realidad en esa región existió un tatarabuelo del bosque seco tropical que hoy conocemos, un ecosistema de tierras bajas resistente al estrés por sequía estacional, que rara vez experimentan incendios, con poca o ninguna hierba y abundantes suculentas. Quien haya recorrido el Cañón del Chicamocha o el norte de Colombia los puede distinguir con relativa facilidad: árboles de copas cerradas pero de estatura baja comparados con los de las selvas tropicales, con especies espinosas y enredaderas. Los árboles pierden sus hojas durante la sequía y algunas plantas se caracterizan por contar con troncos con el poder de almacenar agua y hacer fotosíntesis.

Camila Martínez/ Foto: C. Ziegler

Otro cambio climático

Con frecuencia olvidamos que el clima de nuestro planeta no es tan estable y predecible como hoy parece. También evoluciona y cambia dependiendo de muchos factores. “Un paso esencial en la evolución de nuestro clima glacial moderno ocurrió hace 52 a 33 millones de años”, explicaron los autores de la investigación publicada en la revista Global and Planetary Change. Sucedió en un periodo conocido como Eoceno, justamente al que corresponden las muestras que recolectaron los investigadores colombianos. En ese momento los niveles de CO2 atmosférico descendieron de ~ 1500 a ~ 700 partes por millón, la temperatura global se enfrió y apareció la primera capa de hielo antártico.

“Nuestra investigación permite ver que este tipo de bosque seco, que hoy existe por ejemplo a lo largo del Cañón del Chicamocha, se ha adaptado a cambios globales bastantes dramáticos, que tiene una historia evolutiva muy extensa”, apunta Martínez al tiempo que lanza una advertencia: “Todo el potencial que pueden tener se reduce porque los estamos exterminando, son el ecosistema más amenazado de Colombia¨. 

Datos del Instituto Humboldt indican que originalmente este ecosistema cubría más de nueve millones de hectáreas en el país, de las cuales quedan en la actualidad apenas un 8 %. A este ritmo tal vez lo único que conservemos sean fotografías y fósiles como los que descubrió Martínez y sus colegas. Los hemos arrasado a cambio de producción agrícola y ganadera, minería, desarrollo urbano y el turismo.

Pero si esas cifras no le dicen mucho hay otra forma más cercana, más olorosa, más suculenta de entender la importancia de los bosques secos tropicales y del trabajo de esta paleobotánica colombiana y sus colegas.

Ella misma lo explicaba hace unas pocas semanas desde su cuenta de Twitter: “Si los bosques secos tropicales no existieran, nuestra vida sería muy triste. Nos tocaría comer ajiaco sin mazorca, bandeja paisa sin frijoles, patacones sin hogao… mejor dicho no les digo más porque nos ponemos a llorar. Eso es porque en los bosques secos evolucionaron y luego se domesticaron el tomate, el maíz y el fríjol. Son menos conocidos que los bosques húmedos, pero no por eso menos importantes. Son muy apetecidos por su clima y por la fertilidad de sus suelos”.

Búsqueda de fósiles durante las excavaciones en la represa de Topocoro / Foto cortesía Camila Martínez