Pedro Romero: de la malaria al cáncer en cuatro actos
El investigador colombiano que hace 40 años se involucró en el desarrollo de vacunas contra el parásito Plasmodium hoy hace parte de la élite de investigadores que desarrollaron terapias inmunológicas contra tumores.
Por Pablo Correa Torres
Exeditor ambiente, salud y ciencia del periódico El Espectador (2010-2021). Knight Science Journalism Fellow at MIT (2012-2013).
Pedro Romero estudió medicina en la Universidad Nacional de Colombia. Trabaja actualmente en el Instituto Ludwig de Investigación sobre el Cáncer, en Suiza. / Foto suministrada
Primer acto: monos con malaria
En 1981 Pedro Romero se asomó, vestido con su bata de estudiante de medicina de último año, por el piso 11 de la Torre Docente, el edificio adjunto al Edificio Central en el Hospital San Juan de Dios. Allí estaba el laboratorio que comandaba Manuel Elkin Patarroyo. La entrevista fue corta y al punto.
– ¿Tiene ideas de lo que quiere investigar?, preguntó Patarroyo.
– Clonar el receptor T, respondió Romero.
Patarroyo entre sorprendido y escéptico respondió:
– Ya tengo un grupo trabajando en eso, y vamos muy avanzados. ¿Tiene otras ideas?
– Creo que el futuro es la neurobiología. Quiero hacer anticuerpos monoclonales contra neuronas.
Patarroyo respondió:
– Muy bien, se queda. ¿Puede empezar mañana?
La idea de trabajar en una vacuna contra la malaria para cambiar la historia de una de las enfermedades más mortíferas de los trópicos, la malaria, comenzaría a configurarse unos meses más tarde tras la visita de un par de investigadoras de la Universidad de Estocolmo, Marita Troye-Blomberg y Hedvig Perlmann, al laboratorio. Cada año en el mundo morían más de medio millón de personas por culpa del parásito Plasmodium, transmitido por picaduras del mosquito Anofeles, y el grupo de investigación en inmunología de la Universidad Nacional comenzó a pensar que podía asumir un liderazgo en ese campo.
El Edificio Central, o Edificio Cuéllar Serrano, había sido construido entre 1948 y 1952, y era lo más parecido a una catedral de la medicina colombiana. En esos mismos pasillos se describió el síndrome de Hakim o hidrocefalia normotensa en los años cincuenta, se lograron avances de la cirugía cardiovascular, la primera revascularización de extremidades, el primer trasplante renal en Colombia de donante cadavérico y también el primero por donante vivo. Para el primer hijo de una familia campesina de Guateque (Valle de Tenza, Boyacá) que migró a Bogotá en busca de mejores oportunidades, aquella legendaria torre resultó el lugar ideal para vislumbrar y comenzar a descifrar las estrategias de los ejércitos de células que conforman el sistema de defensa humano, el sistema inmunológico.
Hoy, cuarenta años después, desde su residencia en Suiza, recuerda los viajes a Villavicencio, San José del Guaviare y Miraflores, para tomar muestras de personas infectadas con malaria y a Leticia para ayudar a configurar una colonia de casi 200 monos Aotus en los que se probó el primer modelo de una vacuna sintética, la Spf66, que no resultó teniendo el impacto que soñaban: “En ese tiempo los resultados ya mostraban lo difícil que es obtener grados altos de protección contra malaria, un hecho que no ha cambiado hoy en día, aún con las vacunas más avanzadas, mejor diseñadas y más rigurosamente hechas por otros laboratorios”.
Romero comenzó su carrera como investigador trabajando en inmunidad contra la malaria y ahora se dedica a desarrollar terapias inmunológicas contra el cáncer. / Foto suministrada
Segundo acto: linfocitos en Nueva York
La experiencia con modelos animales para probar vacunas le abrió las puertas de su segunda casa científica: el laboratorio de Ruth Sontag Nussenzweig. Nacida en Austria en 1928, Nussenzweig y su familia migraron a Brasil huyendo de los nazis. Tras graduarse en la Universidad de Sao Paulo, trabajar en la enfermedad de Chagas y especializarse en Francia, la investigadora se instaló en la Universidad de Nueva York y comenzó a ganar notoriedad mundial en los años sesenta al apostar por una estrategia poco convencional para derrotar a la malaria.
Su idea consistía en irradiar esporozoitos de malaria (una de las etapas de desarrollo del parásito) para activar el sistema inmune. Para esto había creado un modelo de pruebas con ratones y una vacuna que funcionaba con una altísima eficacia en ellos.
Romero fue reclutado por Nussenzweig y bajo su tutela ayudó a tratar de “descifrar los mecanismos de inmunidad y de protección contra la malaria en los estadios hepáticos”. En los cuatro años que pasó en Nueva York el investigador colombiano logró demostrar que el éxito de esa vacuna contra la malaria en ratones se debía a la participación de una línea de células del sistema inmunológico conocidas como linfocitos T citotóxicos.
Estas células (llamadas T en alusión al órgano inmunitario Timo que es donde son “entrenadas”), al detectar a los parásitos irradiados alojados en el hígado, aprendían a identificarlos a partir de un fragmento presentado en la superficie de la célula hepática infectada. Como un soldado que reconoce una señal de su enemigo y al volverlo a ver actúa con más eficacia y prontitud.
Tercer acto: Encuentro con el cáncer en Suiza
La necesidad, y curiosidad, por descifrar el mecanismo exacto de acción de esos poderosos linfocitos T, arrastraron a Romero hacia su tercera casa científica, esta vez en Suiza: la Facultad de Biología y Medicina de la Universidad de Lausana. En los laboratorios de esa facultad, del afiliado Instituto Ludwig de Investigación sobre el Cáncer, dirigía un grupo que intentaba componer una solución al problema de la especificidad de reconocimiento por los linfocitos T, juntando la evidencia que se tenía sobre su comportamiento frente a la malaria, con la de infecciones por virus pero también ante células cancerígenas.
Esos trabajos llevaron a Romero y muchos de sus colegas a creer con más firmeza que sí era posible manipular el sistema inmunológico y convertirlo en un aliado terapéutico contra el cáncer. En el cambio de siglo, sin embargo, muchos médicos y oncólogos todavía se burlaban de los que desde el campo de la inmunología comenzaban a plantear esa posibilidad.
“El sistema inmune no evolucionó para reconocer tumores sino para defendernos de infecciones y los tumores son enfermedades de la avanzada edad y el sistema inmune no tiene nada que ver con eso”, era el tipo de argumento que Romero y muchos de sus colegas escuchaban en congresos y debates.
Después de terminar medicina en la Universidad Nacional de Colombia, Romero trabajó en la Universidad de nueva York. / Foto suministrada
Cuarto acto: Del laboratorio a los pacientes
Después de tres años dedicado a perseguir a los linfocitos T, su tutor Jean-Charles Cerottini le propuso dar un nuevo giro en su carrera como investigador. Ya que el conocimiento sobre nuestro sistema inmunológico había madurado bastante, alguien como él podría ser muy útil trabajando hombro a hombro con oncólogos para intentar convertir ese conocimiento en posibilidades reales para pacientes.
En el Instituto Ludwig de Investigación sobre el Cáncer, filial de la Universidad de Lausana, Pedro Romero se encontró con un grupo de oncólogos del hospital universitario de Lausana (CHUV) dispuestos a intentar nuevos caminos para tratar el cáncer, específicamente el melanoma, uno de los cáncer de piel más agresivos. Inyectando citoquinas, unas proteínas que actúan como mensajeras del sistema inmunitario, lograban inducir respuestas completas en esos pacientes. Cuando Romero era estudiante de medicina en la U. Nacional la tasa de sobrevida de los pacientes con melanoma que llegaban a los hospitales no superaba el 10 %. Desde 2011 cuando apareció la inmunoterapia esa tasa ha subido a más del 50 %. Pero además, esas mismas técnicas se han ido extendiendo para tratar hasta un 80 % de los tumores en humanos.
¿Cómo era que estos mensajeros lograban detener los tumores de piel? El colombiano y sus colaboradores lograron demostrar por primera vez, directamente actuando en los tejidos de los pacientes, la presencia de un viejo conocido: los linfocitos T. En otras palabras: demostraron lo que no creían los oncólogos, que sí había una actividad inmunológica contra las células tumorales. Un avance que sumado a otros, abrió la puerta para ahora pensar en vacunas antitumorales y una medicina más personalizada para tratar el cáncer.
Con ese camino abierto, el investigador colombiano sabe que la medicina está experimentando una revolución y en las próximas décadas seremos testigos de terapias aún más potentes contra los tumores. Pero hay un obstáculo: aprovechar el sistema inmunológico de un paciente contra un tumor implica un conocimiento personalizado. Ahora, desde la empresa Novigenix, junto a nuevos colegas intentan combinar técnicas de secuenciación genética, aprendizaje automático y ciencia de datos, “para extraer información sobre las vías celulares y moleculares que están implicadas en la respuesta al cáncer” para ofrecerles alternativas de detección temprana y tratamientos más eficaces.
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