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El centro del dolor en el Central

Dic 1, 2005 | Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Artes

Texto y fotos Laura Sarmiento
lsarmiento2@unab.edu.co
En un país como éste, las bóvedas de los cementerios no
guardan los muertos, los coleccionan, sobre todo en el Cementerio Central de
Bucaramanga donde cada muro coleccionista tiene nombre bíblico propio
y las bóvedas están arregladas con un toque tan particular y personalizado
que confirman que el hombre nació para morir.

Caminar por sus estrechos espacios hace pensar que el ser humano observa una
imperfecta e insensata expresión de la vida, cada epitafio se muestra
como una dulce promesa lírica y poética destinada a la ruina y
la tristeza.

“El tiempo es nuestro mejor aliado en la culminación de experiencias”,
decía el cura que celebraba misa en la capilla, mientras al lado se sacaba
de un ataúd los restos de un cadáver y luego se escuchaba el sube
y baja de un cuchillo que cortaba incesantemente los huesos que ya casi se desmoronaban
luego de 4 años de añejamiento.

– ¿Quién era?

– Johanna, mi hermana, que murió cuando apenas tenía 16 años.

Zona de niños y recién nacidos. El simple tamaño de la
lápida basta para sentir desazón, amargura y melancolía.
Frente a una estaba una pareja pegando con cinta un par de juguetes para su
pequeño que murió cuando recién cumplió 3 meses
y entre lágrimas y suspiros le susurraban con voz juguetona e infantil
que lo extrañaban y esperaban con paciencia el momento de regresar junto
a él.

Hacia el fondo, un grupo de amigos lanzaba a la tumba de William Andrés
el último porro que, según ellos, muy seguramente disfrutaría
en el más allá. Y en la tumba del vecino una anciana tocaba en
ella para saludar al viviente y rogarle “a ver si por fin me hace el
milagrito”. En otro pabellón estaba Sandra Milena acercando su
grabadora a la lápida de su novio Giovanny “para recordarle nuestras
canciones”.

Por otro lado del cementerio, casi en su último recoveco, está
la Niña María que pareciera que observara con sus ojos idos
y blancuzcos a un par de mujeres que le agradecían con una placa los
favores recibidos: “Mi hija y yo le rezamos mucho porque ella nos ayudó
a sacar a mi marido de borracho”.

Sí, la misma niña que murió el día de su primera
comunión y que produce la sensación de miedo más abrupta
con ese velo puesto sobre su cabeza y que la hace lucir como un demonio o alma
en pena que llora tras esas rejas negras su muerte, pero que a la vez se consuela
con cada vela que la rodea, porque es una luz encendida por alguno de sus más
agradecidos fieles. El humo, la lluvia y los días no han ayudado a mantener
el color blanco tranquilidad de su monumento, lo han transformado en negro oscuridad
sin remedio.

Terminar y salir, sin embargo, para otros era comenzar y entrar porque ahí
iba otro “muertito fresco” acompañado de una fila de carros
que bañados en cintas púrpuras recordaban su nombre, aún
cuando el luto no se observa desde el tradicional color negro sino que también
con rayas, flores o estampados festivos, el dolor y la tristeza son más
que evidentes.

Todo lo que rodea este lugar es muerte: la capilla, los rezos con su implacable
"Brille para ella la luz perpetua", las flores con aromas más
fríos que acogedores, el llanto, las estrofas destempladas: “Tú
eres mi hermano del alma, realmente mi amigo, que en todo camino y jornada está
siempre conmigo…”, los lisiados tirados en el piso pidiendo compasión
pero preferiblemente una moneda, y el notorio sentimiento de culpa que abunda
por ahí.

Y con todo esto, la vida se sigue escuchando entre la muerte: “A mí
me va muy bien con la venta de las flores, sobre todo los lunes que es el día
de las visitas”. Juan Carlos, dueño de una fábrica de ataúdes,
le decía a su cliente: “Usted me dice cómo lo quiere, se
lo tengo con corazoncitos para la niña o algo más seriecito, con
cruces por ejemplo”.

Mientras en la fuente de soda La Última Lagrima, cuenta su propietario
Gilberto Martínez, "la gente no sólo viene a llorar la muerte,
también a celebrarla. El otro día estaban aquí un par de
chinas y eso decían al fin se murió esa vieja loca."
El ser humano visiblemente fue hecho para pensar y toda su dignidad y todo su
mérito es pensar y actuar como se debe. La muerte no es el fin, ella
sólo demuestra la trascendencia de la vida y la banalidad y absurda voluptuosidad
del mundo.

Frente a una tumba estaba una pareja pegando con cinta
un par de juguetes para su pequeño que murió cuando recién
cumplió 3 meses

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