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érase una vez Bucaramanga

Jul 1, 2005 | Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Artes

Por Pastor Virviescas Gómez
pavirgom@unab.edu.co

“La matanza grande ocurriría semanas después, en noviembre (de 1900), cuando en las últimas calles del sur de la ciudad se desataba la batalla más sangrienta y absurda de la historia colombiana en todo el siglo. Por los lados de la Puerta del Sol, zona de pesebreras y casas pobres, los liberales habían dejado mil muertos acribillados a gusto por los fusiles del ejército gobiernista…”.

Este es uno de los primeros episodios con los que Gabriel Pabón Villamizar, ex profesor del Instituto Caldas y de las universidades Autónoma de Bucaramanga, Industrial de Santander, Javeriana y Los Andes, y ahora director de la revista Pre-til de la Universidad Piloto, comienza su Crónica Sentimental de Bucaramanga, un libro recientemente publicado y con el que logra mezclar el interés, el asombro, la sospecha, el análisis y la crítica para contar el transcurrir de una ciudad.

Una ciudad como Bucaramanga que a comienzos de siglo se movía en bicicleta porque no había aparecido el automóvil y que se abastecía de agua con el método medieval de las tres ‘bes’: bobo, burro y barril, a 30 centavos el viaje. Agua que era tomada de la fuente principal ubicada en lo que hoy es el cruce de la carrera 15 con avenida Quebradaseca., punto que marcaba el límite noroccidental y el comienzo del camino a Lebrija.

En su obra, Pabón se enamora de las primeras tres o cuatro décadas y dibuja una Bucaramanga que en unas partes olía a café y tabaco y en otras era bañada por hedores pútridos asociados a los peores recuerdos de la Guerra de los Mil Días. Los pocos hoteles de lujo se ufanaban de contar una cuadra para las bestias, toalla para la cara, agua en jarra, jabón y huevos al desayuno.

Cita al intelectual Jaime Barrera Parra quien en 1915 decía que “Bucaramanga es una ciudad tan interesante como París” o más ciudad que Barcelona (España), por tener “más lados, más novedad, más chic”. Era una tierra alegre y pagana donde florecía la literatura y la vida aún no estaba hecha sólo de comida, bebida y comodidades burguesas, así figurara en el censo de 1912 detrás de pueblos como Sonsón y Yarumal, ambas de Antioquia.

El cine, novedoso, raro, sugestivo, no tenía rival ni siquiera en las retretas, a pesar de que algunas publicaciones advirtieran de los peligros, como la pérdida del uso de la palabra. Cuando en el Coliseo Peralta no había proyecciones sin funciones teatrales, llegaban magos y equilibristas.

Deambulaban parejas elegantes, cigarreras jacarandosas y campesinos con sombreros de jipijapa, pero tan o más importante que el vestido eran las carnes, dice Pabón. “La mujer tenía que lucir, sobre todo, condición; es decir, reserva de carne y grasa para enfrentar cualquier eventualidad que amenazara su salud y su vida”. Y las pastillas Sargol garantizaban que al cabo de unas cuantas semanas no solamente se habían llenado los cachetes, sino que se habían ganado “de 10 a 18 libras de carne sólida y permanente”.

Aunque algunos periódicos también le suplicaban al jefe de Policía que clavara sus ojos “en los chalecos verdes, en los zapatos viejos, en las americanas raídas, en los calcetines fuera de uso y en los pañuelos rotos, de color indefinible que, en confuso hacinamiento, lanzan a algunas de nuestras calles microbios traidores y perniciosos”. Había en promedio un preso diario por bajar a pedradas los mangos de los parques Centenario o Romero.

Para comenzar los años 20 Bucaramanga se renovaba en lo que parecía ser el despegue de su transformación urbanística, dice Pabón. “Nadie pegaba muy duro el grito en el cielo porque muchos sabían que la esperanza seguía puesta en la construcción de la nueva ciudadela en el Llano de don Andrés”.

El primer automóvil llegó en 1912 con los $4.897 reunidos por comerciantes turcos, sirios, judíos y palestinos, y cuando se anunció el primer viaje a Floridablanca hubo que proveer de agua todas las casas de la vía y escalonar burros con barriles para subsanar los escapes del carburador. Luego, en  1922, los bumangueses se volcaron a ver el aterrizaje del primer avión, el Bolívar, en el campo de Conucos.

En las 222 páginas, Pabón Villamizar, nacido en Pamplona, continua su recorrido escudriñando periódicos, revistas y libros. Pasa por la Bucaramanga que en 1951 contaba con 11.976 viviendas, de las cuales 3.103 tenían piso de tierra y 542 techos de paja.

Los 60 la señalarían, según Pabón, como la ciudad líder en agitación revolucionaria no sólo en el panorama nacional, sino continental, estimulada por el triunfo de los barbudos en Cuba. Surgía, impetuosa y combativa, la Asociación de Estudiantes de Santander (Audesa), era destituido un rector de la UIS “por comunista” y el ELN, con 26 hombres y una mujer irrumpía en Simacota y posteriormente en la ‘Ciudad de los Parques’ con acciones de guerra urbana como la bomba que en 1966 le ocasionó un susto al comandante de la Quinta Brigada, el coronel Álvaro Valencia Tovar. Algunos estudiantes experimentaban con Ritalina para trasnochar, Diazepam para “aterrizar” y Valium para dormir, mientras el comandante nadaista Pablus Gallinazo “daba palo” con la Mula revolucionaria y Una flor para mascar.

Los años 70 tendrían como atractivo ya no los paseos de olla al río de Oro, sino los vestidos de terlenka y los tonos encendidos como zanahoria o amarillo zapote. Seguía la moda de la bota campana, el cinturón ancho y había mucho pelo, mucho bigote, mucha patilla. Pronto el viaducto García Cadena ejercería atractivo a los suicidas.

Pabón recuerda de los 80 la librería La Alegría de Leer, por la que pasaría, por ejemplo, Germán Arciniegas. Alfonso Flórez ganaba la Vuelta al Porvenir, se producía la masacre en el Estadio Alfonso López en el partido contra el Junior, la ciudad empezaba a ser invadida por los berridos de eso que llaman ‘música’ y se apellida vallenato, y Nini Johanna Soto se graduaba primero como Señorita Colombia que bachiller, así confesara no saber nada de Pablo Neruda y Fabio Lozano Simonelli, escandalizado, pidiera una sanción ejemplar contra el profesor de Literatura de la reina que brillaba sus ojos con gotas de limón. Maestro que no era nadie más que el propio Pabón.

A finales de siglo, Bucaramanga se miraba, para bien o para mal, ya no en Girón o Pamplona, sino en otros referentes: Bogotá, Barranca y Cúcuta. Barranca era como la hija menor, díscola; Cúcuta como la hermana y/o rival; y Bogotá, como el padre adusto, poderoso y egoísta, concluye Pabón, quien precibe en la historia de Bucaramanga “una tremenda desproporción entre la capacidad de sacrificio y aún de desgarramiento y autodestrucción de sus habitantes, y los resultados frustrantes. Es una ciudad fascinante, pero a veces incapaz de defender su memoria y su identidad”.

En fin, cientos de recuerdos que valen la pena leer en esta obra que se devora en una noche y que ya está disponible en las librerías de Bucaramanga.

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