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Noches de cólera en Madrid

Feb 24, 2011 | Institucional

Por: Andrés Carrascal Daza.  Exalumno
Y el cuchillo entró y salió de su elegante vientre interminables veces, con la mayor sutilidad y delicadeza digna de una mujer tan sublime como lo era María. El dolor era infinito; cada vez que sentía las punzadas veía  más cerca el paraíso, pues ya no estaba presente, no en alma, su cuerpo mortal no era más que un trozo de carne y hueso que sucumbía ante las manos de aquel hombre que la amo tanto, Alejandro, y que ahora estaba terminando su vida y la de su amada.

 

El sentimiento de culpa recaía sobre sus hombros, como la misma noche abrumadora cae para apagar toda señal de luz de día, sus ojos,  azul claro, se encontraban ahora apagados por la muerte y penetraban desafiantes en la mirada colérica de su amado, igual que aquellas puñaladas que él le estaba propinando. Su negra cabellera empalmaba a la altura de su cadera; sus finas facciones, ahora manchadas con su propia sangre, mostraban una expresión de dolor titánico, pero, incluso en aquellos momentos no perdía su belleza natural.

Siete puñaladas en total laceraban su cuerpo por doquier; él no se detuvo hasta que cesó su cólera. Al haberse apaciguado, miró a su alrededor, ¡No vio nada!. Las velas que aún estaban encendidas iluminaban una ventana que daba a la calle, así como a la pared manchada de sangre.

Él sólo se asomó, pasivo, como solía serlo. Miró hacia abajo y vio los pequeños puntos de gente que caminaban sin rumbo fijo en las aceras de enfrente, se volvió hacia su amada, suspiro…, una solitaria lágrima corrió por su mejilla izquierda; se le había escapado en un breve instante de arrepentimiento; luego, la besó en el rostro manchado de sangre, se acostó junto a ella y la miró fijamente como si aún estuviese con vida, así quería recordarla.

Se levantó y se vio cubierto de sangre, pero no era la suya, pues su amada, fallecida hacía unos minutos seguía sangrando;  aumentaba el charco rojo debajo de ella; se dirigió al baño con la misma pasividad con la que la miro esa última vez. Entró al baño y viró al espejo, no vio nada, ni un destello.

Una vez se lavó las manos y el cuerpo, se dirigió a un viejo armario de madera en roble de dónde sacó un elegante traje negro, con camisa blanca de lino finísimo y un par de zapatos, obsequio de María y que a él siempre le gustaron, ¡Lucía espléndido! Nuevamente miró el resplandor de las velas, y la ventana, tomó un gran impulso y saltó atravesando y rompiendo los vidrios con gran fuerza; estos se incrustaron en su elegante atuendo, así como en su cuerpo y rostro; sintió libertad y redención en la caída, el viento corría como una brisa fresca de primavera que anuncia nueva vida, pero no para él.

Cayó cinco pisos, el impacto contra el suelo fue fulminante! Alejandro de nuevo estaría con su amada, su María, pagando en el purgatorio: el adulterio, el asesinato y el suicidio. Los curiosos se aglomeraron junto a su cuerpo banal, sólo a observar el bochornoso incidente…

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