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¿Quieres escribir? Escucha la lluvia

Sep 26, 2023 | Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Artes, Graduados

Por Daniel Felipe Rodríguez Ángel

Escritor, docente de escrituras creativas y profesional en estudios literarios

Siempre que mis estudiantes o en alguna entrevista se atraviesa la pregunta de cómo empezar a escribir —en este caso literatura en cualquiera de sus matices—, me quedo pensando durante largo rato en mi infancia y luego en mi juventud, cuando me quedaba mirando abstraído llover sobre la ciudad. Me adentraba en un pesado silencio, uno que iba adquiriendo el mismo ritmo del golpeteo de la lluvia sobre el techado de las casas o sobre las mismas calles y veía fulgurar aquellas partículas de agua que se desprendían del piso, como si se tratara de delfines minúsculos emergiendo del asfalto, para volver a sumergirse en su mar negro.

Esa es la primera sensación de la escritura: una suerte de introspección, de abducción de este mundo real para adentrarse en esos interregnos oscuros del pensamiento que luego empiezan a brillar hasta adquirir el fulgor de los ojos de un personaje o de una ciudad o de un valle. El silencio interior es la mejor forma de inicio de escritura que conozco, muy parecido al que deben sentir las personas que meditan o las que oran con ese fervor onanista de la autosatisfacción. No se trata de un silencio con el mundo, no, por el contrario, los sentidos se agudizan y empiezan a aprehender todo aquello necesario para que las palabras se formen justo como nosotros queremos. Se trata, sí, de una suerte de embotamiento en donde el cerebro empieza a unir aquellas experiencias existenciales que nos marcaron; por eso, la escritura, al igual que cuando yo era niño, y me reclinaba contra la lluvia estancada sobre el asfalto, me brinda una versión de mí mismo distorsionada por las ondas del agua, hasta convertirse en un espejo que nos confronta con lo que somos, que nos enseña aquello que pocas veces queremos ver.

Así pues, una persona que quiera escribir literatura, más allá de tener que conocer la técnica de este oficio —hablo de la prosa de ficción que es a lo que me dedico—, de conocer las funciones de los distintos tipos de narradores que existen y sus focos de narración; de manejar los tiempos verbales; de construir personajes que resulten verosímiles y algunas técnicas más para hacer interesante el relato, debe saber verse sin aterrarse demasiado y debe saber escucharse. Porque al igual que con el sonido de la lluvia, el ritmo del texto proviene de algo que adentro de nosotros compone una música oscura o brillante, depende de cuál sea la intención del texto o de la escena que se está escribiendo. Por eso, como lo dijo el gran escritor estadounidense Jerome David Salinger, un libro se escribe dos veces: la primera con el corazón y la segunda con la cabeza.

Y he aquí la diferencia que radica entre esos libros que nos conmueven hasta nuestras más íntimas fibras y aquellos que pasan de largo por nuestros ojos. Hay un símil para este caso: es distinto ver una bandada de aves cruzar el cielo cuando estás de viaje, es común observarlas recorrer con esa sincronicidad perfecta cientos de kilómetros. Quizás nuestros ojos ya estén acostumbrados a aquella visión y nuestra razón nos dice que es común ver a las aves surcar los cielos de ese modo. Pero, imaginemos por un momento a una sola ave atravesar el cielo bajo una tortuosa tempestad. Es solo un ave, no son las quince o veinte que componen una bandada, es solo una luchando en contra de la tormenta y que con esfuerzo se bate bajo la lluvia. La escena es totalmente distinta, aquella única ave es la representación de la lucha inagotable que han tenido que dar los seres vivos por seguir existiendo, por no perecer en ninguna circunstancia. Y esa es la literatura, una pregunta sobre el sentido de nuestras existencias, una pregunta sobre el por qué seguimos adelante a pesar de tantas muertes y masacres y pobreza y exclusión. Es preguntarse ¿para qué se escribe si aún no se encuentra la cura contra el cáncer o hay tanta hambre en mundo, o no paran de fabricar bombas atómicas?

Otra pregunta que siempre me hacen es ¿Cómo los escritores o cualquier persona para que publiquen sus libros? Y siempre respondo con una comparación que se sintetiza en un oxímoron: hay dos tipos de escritores, quienes publican sus libros, quienes ven al fin en las estanterías de las bibliotecas y de las librerías aquellas tapas con el título de su libro y debajo de este su nombre. Estos escritores recuerdan todos sus sacrificios, todo lo que dejaron de hacer en el tiempo que le dedicaron a su historia —yo soy de los que escribe de madrugada, a las cuatro de la madrugada me levanto y luego de ver el cielo oscuro me siento a escribir, por eso mismo, la mayoría de las noches debo acostarme antes que los demás y privarme de, por ejemplo, ver una buena película o asistir a una fiesta—. Y están los escritores que no publican, los que arrojan salivazos a la tierra como si se tratara de dardos en contra del destino porque creen que es culpa de los dioses y de la ignorancia de los editores y lectores que a ellos no los publican. Estos son los escritores incomprendidos, los excluidos, quienes no han encontrado su lugar en el mundo, a quienes todas las editoriales y todos los lectores les quedan grandes. Y después de tantos años en este oficio y de conocer a unos y otros he descubierto que solo existe una diferencia entre los escritores que publican y los que no. He aquí el oxímoron: los que publican no le temen a borrar y a reescribir, los que publican se dieron cuenta que la verdadera escritura literaria no es una escritura en sí, sino que es una reescritura, porque nos sabemos ignorantes y torpes y sabemos que necesitamos una, dos, tres oportunidades, que es lo mismo decir versiones de sus libros. Los escritores que publicamos, cada día que pasa, nos damos cuenta de que en efecto no sabemos escribir y debemos aprender a hacerlo hora tras hora. Los escritores que publicamos, ante todo, borramos.

En definitiva, creo que para escribir lo único que necesitamos es sentir la vida con profundidad, dejarnos atravesar por nuestra vida y por las ajenas hasta que un resquicio de esos dolores y alegrías queden adentro, asentándose; también se necesita ímpetu para enfrentarnos a nosotros mismos, para sortear aquello que permanece al interior de nuestros corazones; y, claro está, tener la disciplina necesaria para saber que no todo lo que escribamos vale la pena, que debemos borrar y volver a intentarlo; pero que el tiempo que transcurre cuando estamos sentados frente a la hoja en blanco no es tiempo vacuo, es justamente lo contrario, porque es la confirmación de que con nuestras palabras le estamos dando la gran y definitiva pelea a la muerte.  

Así que, ¿quieres escribir? Escucha a la lluvia y deja que adentro se arremolinen las palabras.

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