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Semáforos que cobran vida

Feb 1, 2010 | Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Artes

Por Diana Cantillo
dcantillo@unab.edu.co

Aunque Bucaramanga es una de las ciudades con menos tasa de desempleo en Colombia con un 9,5%, se ha producido un aumento considerable en la llamada econom?a informal, o de ventas ambulantes.

Una de las tantas modalidades de esta pr?ctica econ?mica es la comercializaci?n de cualquier cantidad y variedad de productos en los sem?foros. A continuaci?n, el d?a a d?a de dos mujeres, madre e hija, que para sobrevivir venden agua en un sem?foro de la capital santandereana.

Est? cayendo un aguacero. ?ltimamente llueve a deshoras en Bucaramanga, al menos eso dice Mery, como si la lluvia tuviera horario y esa imprudencia no se justificara porque ?siempre que se suelta el agua es cuando uno menos lo imagina?. Tal vez es porque para ella la lluvia no es un aliado en su trabajo: deja p?rdidas y mayor cansancio; sin embargo, al sol o al agua Mery vende, en la esquina de un sem?foro, refresco de tamarindo y agua en bolsa.
Por eso a las seis de la ma?ana, hora en la que se despierta todos los d?as, ella busca, mirando a trav?s de la ventana de la habitaci?n donde vive, un signo, una nube gris o un radiante sol que le prediga el resultado de la venta de hoy. Le preocupa que no alcance a recoger como m?nimo los ocho mil pesos diarios que debe pagar por la residencia y los dos mil pesos para la comida y el desayuno de la ma?ana siguiente.

Entonces, con el presagio de un d?a soleado, se alista con cierto descuido y ligereza. Un pantal?n a la rodilla y una camisa blanca est?n bien. Ni gota de maquillaje y una ?nica pasada de la peinilla por su cabello rubio, largo y ensortijado.

Despu?s de arreglarse despierta a su hija Jessica, de 13 a?os, para que la acompa?e a trabajar. Y mientras la peque?a se ba?a y se viste con una chaqueta licrada que le protege sus brazos del sol, un bluy?n de desgastes naturales y una blusa transparente por el uso, su mam? hace tinto en la cocina comunitaria de la residencia, en la que cada hu?sped tiene su turno y tiempo limitado para cocinar. Despu?s, sale a la calle y compra a Carmen, conocida como ?la de los tintos?, dos panes de queso de quinientos pesos.

Ya ?desayunadas?, las dos mujeres cogen camino de la carrera 15 con calle 19, donde est? ubicada la residencia, dos cuadras arriba hasta llegar al negocio de don Sa?l, el hombre que les deja en consignaci?n 30 bolsas de agua, cada una a 300 pesos, y 40 refrescos de tamarindo en bolsa, a 400 pesos la unidad.

La madre y la hija separan las bolsas de agua de las de los refrescos y embarcan los dos grupos en un temo rojo y en otro m?s grande que est? en un carrito de rodachinas. Al salir del negocio Mery pide a su hija que se vaya ?en pura? hasta la calle 41 con carrera 22, a una cuadra del parque ?Sim?n Bol?var?, donde est? el sem?foro, mientras que ella va hasta la oficina de ?la doctora?, en el barrio de La Universidad, como lo ha hecho todos los lunes, martes, mi?rcoles, jueves y viernes desde agosto de 2007, a?o en el que la vida de ella y la de su familia dio un giro de 180 grados y que es el motivo por el cual tuvo que recurrir a la venta informal para sobrevivir.

En el trayecto, Mery se debate entre el sentimiento de abandono, la debilidad por su mal comer y la preocupaci?n de que cuando llegue Jessica al sem?foro, ?ste tenga otro due?o.

Alrededor de la venta ambulante en los sem?foros existen rivalidades y disputas territoriales entre los ?semaforizados? por el espacio, el mejor sem?foro y el mismo derecho a vender mercanc?a, permiso que en algunos de la ciudad se consigue si se paga una cuota diaria al se?or ?X? como arriendo de los 8 o 6 metros de ancho que tiene la esquina donde haya un aparato de esos.

Cuando llegaron a vender por primera vez en un sem?foro cercano a la avenida Quebradaseca, Mery y Jessica, por no conocer c?mo era ?la movida?, fueron sacadas ?en bombas? por un hombre sin nombre ni apellidos, al no acceder a entregar la mitad de sus ganancias a este estafador de pobres. ?Al primer sem?foro que yo llegu? me dejaron vender las ag?itas el primer d?a, al siguiente una mujer, que de muy buena gana, me advirti?: ?no busque una mala hora. Si no puede dar la plata mejor v?yase, no busque que la insulten o la maltraten?. Y pues sin m?s ni m?s yo me fui, porque yo me puse a pensar: a m? y a Jessica nos maltrat? el ej?rcito matando a Carlos y nos oblig? a estar ac?; el pap? de ella me maltrat?, y por eso nos dejamos, y todos los d?as me maltrata la vida.

Entonces, d?game, ?qu? hac?a yo all?, esperando qu???, dice.
En cambio Jessica, sin que las condiciones en las que vive opaquen su alegr?a y picard?a de ni?a, se va campante con el carrito de rodachinas y la nevera de icorpor al hombro.

Durante las 28 cuadras que aproximadamente debe caminar aprovecha para vender la mercanc?a a alg?n transe?nte e incluso quitarle clientes a los otros vendedores de los sem?foros, quienes en varias ocasiones la han hecho salir corriendo. Jessica parece jugar a conocer la calle como una Alicia en el pa?s de las desigualdades. Mery llega a la oficina de ?la doctora?, su abogada, quien lleva el caso del asesinato de su hijo Carlos, un ?falso positivo?. De tantas visitas que ha realizado la mayor?a terminan en un ?espere?, ?la Fiscal?a no ha comenzado a investigar?, ?vamos a escribirle al fiscal que lleva el caso? o ?tiene que llenarse de paciencia?.

Sin embargo, ir todas las semanas a esta oficina a que le digan lo mismo para Mery es una forma de combatir la impotencia de no poder hacer nada para que haya justicia por la muerte de su muchacho y para que alguien, qui?n sabe qui?n, le ayude a pagar los dos millones y medio que debi? prestar, y a?n debe, para traer el cuerpo desde Hacar?, Norte de Santander. ?A m? el gobierno me tiene que explicar por qu? me mataron a mi hijo. ?l era un muchacho bueno y trabajador que me ayudaba a m? y a la ni?a. Yo no merezco este dolor y este sufrimiento que me ha hecho envejecer 20 a?os en s?lo dos?, reclama esta madre cabeza de hogar, a quien la vida la oblig? a enterrar a su hijo rompiendo el orden l?gico de la muerte: primeros los padres y despu?s los hijos.

Mery se despide agradecida, de la misma manera como lo hace todos los d?as. ?Cualquier cosa ll?meme, doctora, que Dios me la bendiga?, y con los dos unos que forman sus piernas, coge rumbo desde la calle 10 con carrera 23 hasta la 22 con calle 41.?

A las 10:00 en la 41 con 22

Jessica llega al sem?foro. Por fortuna est? en las mismas condiciones en las que ella y su mam? lo dejaron ayer a las cinco de la tarde, hora en la que cerraron ?el chuzo?.

Pero a la ni?a en sus adentros le hubiera gustado que estuviera ocupado, as? podr?a descansar por lo menos uno o quiz?s dos d?as en esta semana. Pues en este intenso trabajo no hay vacaciones a menos que sean forzadas por el robo del sem?foro y en las que no se deja de caminar, esta vez por toda la cuidad, en busca de otro sitio.

Son las 10 de la ma?ana. Jessica descarga en el piso la nevera de icopor que tra?a colgada al hombro y el carrito de rodachinas lo recuesta al poste del sem?foro que da paso hacia la derecha. De una de las ?fresqueras?, como as? las llama, saca una bandeja de color azul claro que est? desportillada en sus dos esquinas y la limpia estirando desde su est?mago la chaqueta licrada que trae puesta. Despu?s acomoda a lo largo del recipiente cuatro bolsas de agua y a lo ancho otras cuatro de refresco. Se acomoda a la cadera el ?canguro? en el que guarda las monedas y echa mil pesos de plante para los vueltos de las primeras ventas.

Y, a pesar de que el a?o que lleva expuesta al sol han hecho mella en su cara peque?a y cuadrada, que est? tiznada y con pecas, se pone una cachucha de un amarillo deste?ido, con visos negros de mugre y polvo, adornada con la cara de Bas Bony, el conejo de la suerte.

El sem?foro est? en verde. Jessica tiene 40 segundos para recostarse, quedar parada en una sola pierna, la cual turna con la otra cada vez que hay luz libre, para que descansen una por una del traj?n de estar de pie todo el d?a, sin sentarse un momento. Tambi?n aprovecha para deslizar una que otra vez la sandalia del pie para que el sol termine de broncearlo o de quemarlo.

Cuenta regresiva. Veinte? Quince? Diez? Nueve, ocho segundos para la primera salida al ruedo? Jessica se prepara, no va por una medalla de oro pero s? est? por la dormida y la comida de esta noche, sin ning?n entrenador a su lado, excepto la experiencia que ha ganado. Dobla el codo de tal manera que la bandeja queda sostenida con el hombro y su mano, despu?s, agarra el canguro y lo hala hacia arriba como en las pel?culas de vaqueros en las que estos envalentonados hombres acostumbran arreglar la hebilla de sus correas antes de sacar el arma.

?Cero! Se lanza a la carretera. En sus primeros pasos mira hacia el asfalto tal vez para preparar aquella sonrisa, como esa que tiene ahora, con la que ofrece a los choferes la refrescante agua y el ?cido refresco de tamarindo. Camina en medio de las dos hileras de veh?culos arriesgando su vida entre carros, motos, buses y taxis.

Grita, siempre alargando la vocal con la que termina la ?ltima palabra, ?agua y tamarindo, a la ordeeeen?, ?ag?itas, ag?itas, de la normal y la de tamarindoooo?. Con su voz trata de ganarle al ruido de la calle, al estruendo del pito proveniente de alg?n carro que abordo trae un afanado conductor y al del radio encendido, y tambi?n de llamar la atenci?n de quienes hablan al interior de los veh?culos. All?, en medio de la calle, Jessica parece sacarle el gusto, lo asume con seguridad y dignidad, al fin y cabo, ella es quien manda en ese sem?foro, qu? cuento de horarios y ?rdenes, si quiere trabajar lo hace. Ella ver? si come o no.

Van uno, dos, tres, cuatro oportunidades de sem?foro en rojo y de la venta nada. ?Est? pesada, est? dura?, asegura. Sonr?e nerviosa a la vez que sacude la mano izquierda a la altura del cuello. Decide no salir una vez m?s al menos por unos cinco minutos, tiempo que toma para vaciar de la bandeja el agua en la que se convirti? el hielo que estaba pegado a las bolsas de los refrescos de tamarindo. Ya casi se acercan las 12 del mediod?a y a una cuadra se ve venir su madre sofocada por el calor. Jessica termina de secar y cambiar los productos que ya est?n calientes por unos m?s fr?os. La ni?a destapa dos bolsas de agua, una para cada una. Son las ?nicas que toman durante el d?a, y aunque son regaladas por don Sa?l, para ellas son 200 pesos m?s si las hubieran vendido.

Son las 12 del d?a, hora cr?tica en la contaminaci?n provocada por los veh?culos es m?s espesa y abundan los conductores impacientes. Mery corre a vender sin tener suerte, el turno es para su hija. Jessica sale y en el pen?ltimo carro en hilera de la izquierda, a unos 100 metros del sem?foro, un taxista le compra un refresco. Jessica se lo vende a 600 pesos, pero normalmente es a 500; sin embargo, ?el precio lo pone la sed del cliente. Es mi lema. Yo siempre le digo a mi mam? que tiene que ser as??, asegura la ni?a.

Al intentar llegar al and?n, de una camioneta con rines de estilo burdo y ?traqueto?, en la que el conductor que escucha un vallenato melcochudo que aviva a?n m?s el calor al escucharlo, aparece una figura puesta frente al volante con una mano afuera de la ventana. Posa como para una fotograf?a y por poco atropella a la ni?a, quien tuvo que retroceder corriendo sin darle el tiempo de observar si alg?n carro ven?a, ?Hijueputa?, le grita Jessica, pero asegura ya estar acostumbrada a este tipo de cosas. Por ejemplo, hace un mes la atropell? una moto y el conductor tuvo la responsabilidad y la compasi?n, que otros no tendr?an, de llevarla al Hospital Universitario de Santander.

Jessica muestra las cicatrices en las piernas que le dej? el accidente.
El primer comprador fue un taxista. Es de esos clientes ?enamorados?, dice Jessica, que siempre que una carrera lo obliga a pasar por aqu? ?no cacha en comprarme una bolsita de tamarindo?. Pero aunque diga que es un simple enamoradizo, el conductor aprovecha cada minuto para sacarle una radiograf?a a sus peque?os senos y tocarle con la mirada su cola parada y abultada, mientras que Jessica hace el malabar, que s?lo lo podr?a hacer una mesera o una cajera experimentada, de sostener la bandeja con una sola mano sin dejarla siquiera tambalearse y con la otra recibir la plata, abrir el cierre del malet?n que tiene en su cadera, sacar las monedas, devolver sin dar de menos o de m?s los vueltos y cerrar el ?canguro? para que no se le caiga el dinero al cruzar corriendo la calle para llegar al and?n.

Y es que hay de toda clase de clientes en la calle. La mayor?a de taxistas y buseteros son enamoradizos, aunque no falta el morboso. Est? el grosero que responde con insultos; el tramposo que paga con un billete de dos mil o cinco mil falsos una bolsa de agua y que adem?s forma el tranc?n mientras que Jessica completa las ?vueltas?; el insensible que parece como si no la viera, el que se perturba al verla pero que prefieren subir r?pidamente la ventana del carro e incluso cambiar de hilera; aunque tambi?n est? el motociclista que al darse cuenta de que a la ni?a se le cae una moneda ladea la moto, se agacha, la recoge y la devuelve.
As? pasa la vida de estas dos mujeres, entre los avatares de la contaminaci?n, el tr?fico, los accidentes, los conductores malgeniados, los billetes falsos, la pobreza y el abandono total del Estado. Hoy, lunes, a pesar de que promet?a ser un d?a soleado, empez? a llover. Son apenas las dos de la tarde y hace una hora y media que no venden ni una bolsa de agua. No han almorzado y si quiera tienen la mitad de la plata de la residencia. Hoy, al parecer, no se come y ma?ana no se desayuna. Hay que hacer algo y lo mejor es buscar otro sem?foro, ?cu?l? No saben. Pero ma?ana se saldr? a mirar para d?nde ir. A ellas les gustar?a uno que quedar? sobre la carrera 15 para que les quede cerca de la residencia y porque creen que en aquel sector podr?n vender m?s.

Esta vez Mery lleva el carrito de rodachinas y Jessica el termo rojo al hombro. Se van con la seguridad de que ma?ana no van a volver y talvez deben buscar nuevos rumbos. Caminan hacia el negocio de don Sa?l a pagarle lo poco vendido y a devolver la mercanc?a que sobr?. Por esas mismas calles, que les rob? la pena que al principio sent?an al vender agua y refresco de tamarindo, se alejan con la lluvia.

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