Las pequeñas cicatrices en los nudillos de las manos son los únicos rastros físicos que le quedan a Juan Gabriel, de la época en que resolvía cualquier conflicto a golpes…o a tiros.
“Yo era una persona muy violenta. Explotaba por cualquier cosa. No me dejaba hablar”. Sin embargo, los rastros emocionales son mucho más grandes, pues pasar por la cárcel es una experiencia que no se olvida nunca.
Actualmente, Juan Gabriel, quien solicita expresamente no se anoten sus apellidos (tiene 25 años), vive en Bucaramanga. Pocos saben que fue capturado en dos oportunidades por porte ilegal de armas.
La primera vez no tuvo consecuencias, pero la segunda le dejó una condena de cuatro años, de los cuales pagó menos de la mitad.
Amigos, mujeres, licor y armas fueron una combinación inapropiada para un temperamento como el suyo. “Una pelea a golpes, luego pasamos a querer lesionarnos y hasta matarnos”, recuerda de aquel 7 de marzo que cambió su vida.
“Como íbamos yo y otros tres amigos armados (sic) nos acusaron por porte ilegal y concierto para delinquir, pero nos absolvieron por concierto”.
La condena se la dictaron 27 días después, tras someterse a la justicia y
haber aceptado los cargos, lo cual le representó obtener una rebaja de la pena.
Los primeros meses en la cárcel Modelo, tuvo que sobrevivir al encierro y al tedio de la rutina improductiva. “Lo único que uno hace es levantarse, desayunar, almorzar, comer y mirar la luna”, porque hasta dormir es prácticamente un privilegio:
“Llegué a tener conflictos para defender donde dormía, que era un
espacio en un pasillo”. En el patio en que estaba era para 600, pero había más de
1.300 internos.
“Fueron los seis meses más difíciles”, recuerda. Pasado este “periodo de prueba” logró, con algo de dinero e influencias, empezar a trabajar para descontar tiempo de la pena.
Su trabajo era como auxiliar del médico en la enfermería de la penitenciaría, uno de los trabajos más apetecidos porque es de tiempo completo, lo cual redunda en mayor descuento.
“Hay una persona encargada de llevar los cómputos de las horas de trabajo y es la que le dice cuándo puede pedir la libertad. Supuestamente se trabajan 6 horas al día, pero yo trabajaba todo el día, nada más bajaba a la contada”.
Ahí se refugió durante el resto de su permanencia en el penal. En total, Juan Gabriel pasó sólo 22 de los 48 meses a que fue condenado, gracias a los beneficios del sistema.
Sin embargo reconoce que éste no es justo ni equilibrado y además cuenta con muchos beneficios.
“Uno sabe que todo baja a la mitad: si lo condenan a cuatro, paga dos; si lo condenan a diez paga cinco. Si no hubiera beneficios, no habría tanto delito, porque si se sabe que va a tener pena de muerte, cadena perpetua o 24 años de cárcel sin descuento, la gente lo pensaría. No es como en Estados Unidos, que si usted mata a dos personas lo juzgan por ambas aparte y así tiene que ser”.
Considera que la experiencia de la cárcel es diferente para cada persona, pues “algunos piensan que allá no tienen que pagar arriendo ni la comida, entonces decían: ‘yo salgo es a robar’, y a buscar la forma de volver”; mientras que los que “cayeron” por necesidad “sí piensan realmente en resocializarse”.
Juan Gabriel aprendió a: “valorar a mi familia, a saber que todo no es conflicto, a dialogar, apreciar las personas que me quieren. Aprendí a hablar y ser tolerante.
Lo aprendí por el hecho de estar encerrado, por la monotonía . Uno tiene mucho tiempo para pensar muchas cosas”.
Ahora , después de tres años de haber salido, sus únicas preocupaciones son “no meterme en líos y terminar de estudiar porque me gustaría ejercer como enfermero en una penitenciaría”.